De anuncio la plaza viste.
¿Eco? Más: voz de tu infancia.
Álbum en blanco, memorias
del todo que aquí se guardan.
¿De nombre? Marzos, abriles,
y este sol, de verdad clara,
artesanía de oficio
antiguo en la luz que emana.
No la verdad porque haya sido,
la verdad porque nos habla.
Hay vocación de horizontes:
cada una de sus palabras.
Que pronuncian eternidades:
bares, dioses, nubes altas.
De himno suenan sus esquinas,
pueblo cruza, días pasan,
de las calores del Corpus
a la fría Madrugada
en que los inciensos colman
las lunas en que se calman,
en que se pierden, ya lejanos,
¿los humos de tu nostalgia?
Sentido y sonido vencen,
materia y sustancia alcanzan
en este punto inefable,
que es cercanía y distancia.
Que tiene cuerpo de tiempo,
aunque solo sea plaza.
Y en el centro de este canto
en el que ahora alguien canta,
una lengua que lo entona,
la lengua por donde bajan
todo niños y antifaces,
todo de túnicas blancas.
¿Lenguas? ¿O acaso la mano
que te ofreciera su palma
tras las palmas de un domingo
de asombros, muy de mañana,
en que el idioma del mundo,
catedral, damascos, platas,
es de virgen e inocencias,
de todas las circunstancias
del que fuiste en otra edad,
hoy recuerdo, quizás nada?
Esta lengua emerge altares
al final de su garganta.
En pronto día estará,
prontas serán las semanas
en que de pereza tumbe
la madera de sus tablas.
Como de un sueño difuso
en que nadie despertara.
Como de un sol ya sin hambres,
hoja de otoño, cansada.
Vendrá de nueva, de adverbio:
aún, hoy, siempre, mañana.
Adverbio para los nombres:
abriles, noches, arcadias.
Que viene Dios con recado
de muerte sobre la espalda.
Esa cruz que ya desciende,
por Amor, en esta rampa.